La decisión de Arabia Saudita de permitir que las mujeres manejen autos, vista de los ojos de la cultura occidental, resulta un avance notorio que, paralelamente, esconde los otros atrasos en materia de igualdad de género que padecen las féminas en tierras “civilizadas”.
El anuncio de Arabia Saudita de permitir que las mujeres manejen sus autos llegó a Occidente como una gran noticia. Por estas tierras hace rato que “las dejamos manejar” a ellas. También “las dejamos” trabajar, mostrar sus cuerpos, “les permitimos” votar, ser militantes, tener sus propias empresas… “Las dejamos” porque, claro, después de todo, Occidente parece mucho más plural e igualitario que países como Arabia Saudita; pero todavía el machismo abunda; y cuando uno se compara con lo más atrasado, saca chapa aunque sea de sus pocos logros.
El meritorio paso hacia la igualdad de Arabia Saudita se da en un contexto de sociedades patriarcales, de rasgos machistas manifiestos, que tienen marco legal y todo. Ese país ostenta el raro privilegio de ser el último en liberar el derecho de las mujeres a conducir sus autos. Una medida que se da en tierras áridas y machistas al extremo, en donde recién en 2011 se reconoció a las mujeres el derecho a votar y presentarse en los comicios municipales. En 2013, recién se levantó la prohibición para que las saudíes pudieran pasear en moto o bicicleta por zonas restringidas, siempre y cuando vistieran “niqab” (la prenda que oculta todo el cuerpo salvo los ojos).
Semejantes postales retrógradas son un contraste con nuestras sociedades occidentales e igualitarias. Pero muchas veces aparentamos más que lo que realmente somos.
Hablemos ahora en clave argentina.
En 1991, en nuestro país se sancionó por primera vez una ley de cupo femenino, que estipulada un 30 por ciento mínimo de bancas para las féminas. En estos días, estamos debatiendo en el Congreso llevar ese porcentaje al 50 por ciento para los cargos electivos para las listas nacionales y que empezará a regir en 2019.
Otras leyes de los últimos años también avanzaron en la ampliación de derechos, como por ejemplo en materia de violencia de género, trata de personas, acoso, salud sexual y reproductiva, entre otras.
En una reciente nota en el diario La Nación, la colega Lorena Di Marco pone bajo la lupa este “beneficio” de los cupos para mujeres y reproduce una pregunta muy escuchada:
¿Por qué las mujeres deberían tener un “privilegio” semejante? Deberían llegar por mérito propio. Cuando la paridad es forzada, los hombres terminan poniendo a sus esposas o amantes. Si ellas tienen cupo, ¿por qué no dárselo también a los gays, los transexuales o los discapacitados?, tal es el corazón argumental de los cruzados. Es interesante observar con qué grupos vulnerables se asocia a las mujeres. Pero más allá de la curiosidad en las comparaciones, el punto débil de estas ideas es que las mujeres no somos una minoría.
Ahora nos preguntamos nosotros: ¿Cuál debiera ser el número exacto y justo para un cupo femenino? O bien podríamos preguntarnos por qué no un cupo masculino. Como referencia demográfica, digamos que el número preciso de cuántos hombres y mujeres somos lo entrega el censo que cada 10 años se realiza en todo el territorio argentino.
Una ley que persiga la representatividad poblacional, más que la igualdad de género, debiera respetar la proporción de hombres y mujeres, como así también la presencia de otros géneros que nuestra sociedad va reconociendo, pese que son autopercibidos por miles de argentinos y argentinas. Así, por ejemplo, de acuerdo al censo del año 2010, en la Argentina hay un millón de mujeres más que hombres: 20 millones 500 mujeres contra 19 millones 500 hombres, en números redondos.
Digamos que hoy, si quisiéramos fijar un cupo por género, solo tomando hombres y mujeres, ellas incluso debieran tener derecho a un poco más del 50 por ciento de los cargos legislativos. Por ejemplo, la provincia “más masculina” que es Santa Cruz, que junto con Chubut registran más hombres que mujeres, tal vez debiera tener su cupo favorable a los varones, por un margen muy reducido.
Si vamos a ser justos, pongamos los números de la realidad sobre la mesa y después debatamos, con nuestras creencias y mitos a cuestas.
Mientras las mujeres saudíes se prueban la ropa para salir a manejar por primera vez, no escondamos nuestras miserias occidentales bajo la hipocresía de nuestra cultura. Somos países que viven un claro machismo familiar, laboral, profesional…
La mujer hoy carga aún con los deberes domésticos que, si pudiera elegir, tal vez no los aceptaría, se hace cargo de los enfermos de la familia, sufren una mayor desocupación y pobreza, ganan menos que los hombres.
De lo que se trata es de la desigualdad, en clave de género junto a otras inequidades de las que hablamos habitualmente en este espacio.
Los cupos en recintos como el Congreso son necesario, aunque sean polémicos. Pero observamos como prioritario, además, que esta búsqueda de la igualdad se de en el ámbito corporativo, en el mundo de las empresas.
Google, por caso, en los Estados Unidos, vienen tomando medida de contratación de personal respetando las proporciones de origen de sus potenciales empleados, en términos polémicos como la condición de raza blanca, negra, latina, oriental y demás. Aunque contradictorio por hablar de “razas”, Google plantea un objetivo de búsqueda de parecerse un poco más la sociedad que lo rodea.
En países como Noruega, ya se avanzó en la fijación de cupos femeninos para cargos en empresas, algo parecido a lo decidido en Alemania o España. En la Argentina estamos muy lejos; mucho mejor que Arabia Saudita, queda claro, pero con un largo camino que todavía andamos, con cupos femeninos y sesgos machistas sobre el asunto de la igualdad de género.
El “¡Andá a lavar los platos!” que aún se escucha por las calles de nuestras tierras criollas tal vez nos sirva de recordatorio de lo que fuimos hasta no hace mucho y a lo que, en parte, todavía somos, igualitariamente hablando.