“Policiólogos”

Las explicaciones sociales del delito lanzadas por los jefes policiales de la Bonaerense, la Federal y hasta del titular de la Policía Nacional de Uruguay incomodaron a la política y restablecen un debate siempre postergado sobre las bases concretas de la inseguridad ciudadana.


Probablemente suene raro que los policías hagan sociología.

Así lo hicieron tanto el jefe de la policía Bonaerense como el de la Federal, a quienes también se sumó su par de la Policía Nacional de Uruguay.

Se aventuraron en una difícil tarea científica: explicar el delito a partir de cuestiones sociales.

Y lo hicieron probablemente sin un gran dominio del asunto.

Pero se animaron, como no siempre lo intenta la dirigencia política.

La primera reflexión sociológica del asunto fue del jefe de la Bonaerense, Fabián Perroni, quien vinculó el deterioro de las condiciones sociales con el delito.

“Hay un problema social, que es obvio, que hace que la persona que tenga la necesidad de comer, por definirlo de alguna manera, (delinca), lo que hace que el delito más simple aumente”, argumentó.

Su par de la Federal, Néstor Roncaglia salió en su apoyo, al menos parcialmente.

“Coincido en parte (con Perroni), puede ser una de las causales”.

Pero aclaró que “en alguna medida puede incidir la necesidad, pero el que tiene hambre a lo mejor roba un supermercado, no a una persona y le saca su dinero y ese dinero es invertido en disfrute personal de esos delincuentes”.

Cruzando el charco, en Uruguay, el tema no es ajeno.

El Director Nacional de la Policía advirtió que si el Estado no logra frenar la espiral ascendente de violencia y la marginalidad puede terminar en un escenario como el que afrontan actualmente El Salvador o Guatemala.

El temor es que el vecino país termine en un contexto de acecho de pandillas urbanas, delictivas, y brutales.

Para explicar este escenario, Mario Layera, al igual que sus colegas argentinos, puso énfasis en el aspecto social.

Advirtió que las bandas, por ahora, no “no están muy organizadas u estructuradas”, pero aventuró:

“El Estado se verá superado, la gente de poder económico creará su propia respuesta de seguridad privada, barrios enteros cerrados con ingreso controlado y el Estado disminuirá su poder ante organizaciones pandilleras que vivan de los demás, cobrando peaje para todo”.

El jefe de la policía uruguaya no hizo más que desplegar un futuro para su país que es bastante parecido al presente de nuestra Argentina.

Pero el análisis del jefe policial vecino no quedó ahí: también opinó sobre las recetas para contener el flagelo social de la delincuencia pandillera.

Dijo que se precisa más trabajo social para contener la marginalidad y evitar que ello derive en mayor delincuencia y agregó:

“Se precisa, por ejemplo, un control estricto de la concurrencia a las escuelas y que se llegue al retiro de la patria potestad”.

En el “paisito” la cosa se está poniendo fea y el examen de este jefe policial apunta a contener socialmente a los sectores más vulnerables, especialmente los jóvenes a la deriva en los barrios populares.

Parece que de la sociología policial a los hechos hay solo un trecho que debe cubrir la política.

Y francamente no sabemos si lo está haciendo.

Y si lo está ejecutando, sospechamos sobre su eficacia.

Delito, más allá de las “mafias”

Volvamos a nuestra Argentina.

En tiempos de Cambiemos como gobierno, no hay dudas de que el Estado está destinando recursos de todo tipo para combatir al denominado gran delito.

Se trata de una modalidad protagonizada por estructuradas bandas de delincuentes dedicadas, por ejemplo, al narcotráfico.

En ese sentido, el gobierno de la provincia de Buenos Aires cristalizó la cruzada bajo la definición de “lucha contra las mafias”.

El golpe viene sacudiendo a grupos dedicados al contrabando, narcotráfico y juego clandestino.

También llega a darle a las bandas enquistadas en el Estado, como las desbaratadas dentro de la policía bonaerense y en el servicio penitenciario provincial.

Sin dudas, estas acciones contribuyen a reconstituir la sensación de seguridad.

Pero resulta insuficiente en el contexto de un tejido social que no logra fortalecerse desde hace décadas, apenas restablecido por la recuperación económica en tiempos del kirchnerismo.

Sin embargo, durante los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner, las bandas delictivas crecieron y se desplegaron no sin complicidad de la propia política.

O por lo menos lo hicieron ante la vista gorda de la dirigencia de turno.

Para el abogado penalista y especialista en Criminología, Claudio Stampalija, hasta ahora la política negó las razones sociales del delito, las que están cimentadas en la marginalidad que padecen millones de argentinos.

Las grandes bandas pueden explicar parte del deterioro social de esas barriadas, pero más bien se valen de ese contexto de fragilidad.

En ese sentido, para Stampalija, asociar pobreza con delito es peligroso:

“Se habla de pobreza en un concepto amplio, pero ella no es un disparador en sí misma. Lo que dispara al delito es la exclusión social, cuando la vida no es digna. Se da cuando no hay acceso a la salud, a la educación…”.

Para el criminólogo, “marginalidad es la palabra que mejor describe a la exclusión social. No hay provincia argentina que no esté plagada de barrios con gran vulnerabilidad social”.

En ese desamparo se cocinan entonces algunas de las explicaciones para entender al delito, en las cuales la delincuencia organizada suele meter su cucharón oportunista.

Policías molestos

Incomoda que los policías hablen y den explicaciones sociales sobre la delincuencia

El ministro de Seguridad de la provincia de Buenos Aires, Cristian Ritondo, se refirió al asunto no sin un dejo de fastidio, luego de las declaraciones del jefe de la Bonaerense, Fabián Perroni.

“Su respuesta no fue clara al referirse a décadas de marginalidad y de falta de voluntad del estado para enfrentar a las mafias, lo que síf está claro es su gran compromiso con este Gobierno para producir un cambio profundo de esta situación”, argumentó Ritondo.

El funcionario antepuso la importancia de darle duro al delito de escala, pero sin dar explicaciones (como sí las intentó el jefe policial) sobre los motivos del delito cotidiano, el que arrebata celulares, carteras, entra en las casas y hasta mata por un auto.

Por su parte, la ministra de Seguridad de la Nación, Patricia Bullrich, fue menos diplomática y más filosa.

“Los policías hablando de política son un poquito… digamos que su declaración no fue de lo más feliz”, ironizó la funcionaria.

Y agregó: “Primero, porque la pobreza en la Argentina bajó; segundo porque estamos haciendo una intervención en los barrios más complicados y vulnerables del país”.

Retomando las palabras de Claudio Stampalija, “pobreza no es igual a marginalidad”.

Para el director de Centro de Estudios para la Prevención del Delito (CEPREDE), incluso “es saludable” que los jefes policiales den su mirada sobre el asunto.

Sin embargo, “el país no está acostumbrado a que jefes policiales hagan declaraciones de este tipo. No hay experiencia. A los políticos argentinos no les gusta. A mí me parece sano, mientras no se metan en roles ajenos a los de la policía”.

Razones sociales del delito

Existen numerosos trabajos científicos que dejan en claro la relación entre deterioro social y delincuencia.

Que la política lo tome como herramienta conceptual para trabajar en la cuestión es otro asunto.

En su libro “La globalización de la inseguridad”, Elmar Altvater y Birgit Mahnkopf trazan una vinculación compleja pero no menos existente entre deterioro de las condiciones laborales de los trabajadores y la caída en formas ilegales de empleabilidad, como uno de los factores que dispara el delito cotidiano.

En ese sentido, describen tres tipos de pauperización laboral.

En primero lugar, las denominadas “economías de autoabastecimiento” o comunitarias, relacionadas a tareas que cubren necesidades básicas de la comunidad mediante tareas informales.

En segundo lugar, refieren al trabajo autónomo “por cuenta propia”; el cuentapropismo o el hoy denominado “emprendedurismo” que se nutre de prácticas, muchas veces reñidas de la ley, con mecanismos de evasión impositiva, venta por canales informales, sin registro, aunque generalmente producen bienes y servicios legales.

En tercer lugar, los autores se refieren a los trabajos informales que claramente persiguen una empresa ilegal como el “tráfico de drogas, armas, residuos tóxicos y especie protegidas; el contrabando, el encubrimiento, el soborno, el tráfico de personas y (…) el lavado de dinero”.

La diferencia de las dos primeras situaciones con respecto a la tercera tiene que ver con la escala del negocio y no por su condición de legalidad o no: en la tercera se persigue un negocio regional y/o internacional a diferencia de las dos anteriores, orientadas al mercado local.

Para Altvater y Mahnkopf, “existe una estrecha relación entre informalización del trabajo, dinero y la política”, especialmente cuando el delito necesita protección pública.

Que en la Argentina el empleo informal esté creciendo mientras se deteriora el trabajo regulado no debe dejar de ser un foco de preocupación para la política.

Este contexto de pauperización del mundo del trabajo y su inmersión en la ilegalidad, cobra especial relevancia cuando sucede en los barrios más marginados.

En su trabajo “Los condenados de la ciudad” el prestigioso profesor en Sociología y colaborador de Pierre Bourdieu, Loïc Wacquant despliega una gran tarea de campo sobre fenómenos de marginación social como el del gueto en los Estados Unidos, banlieue en Francia y favelas en Brasil,

“Zonas de no derecho”, “sectores en problemas”, barrios “prohibidos” o “salvajes”, las zonas de marginalidad van tomando formas varias, pero siempre bajo el estigma social de ser lugares de deterioro social.

La “desproletarización” para Wacquant empuja a los individuos a “privaciones materiales”, a “dificultades familiares” y a “consecuencias personales”.

No es difícil inferir que de ese “caldo social” de marginalidad emerjan factores para el delito de proximidad.

Que la pobreza haya bajado en la Argentina no nos puede inferir que el delito esté en descenso.

Porque pobreza no es igual a delito.

En todo caso, tenemos que hablar de marginalidad, inequidad o desigualdad.

Urbanización anti-delito

Ante este panorama, resulta esperanzador el proyecto del gobierno de Mauricio Macri para urbanizar los barrios más postergados del país.

El proyecto presentado por la ministra de Desarrollo Social, Carolina Stanley, apunta a lograr ese objetivo, en base a un inédito relevamiento de villas y asentamientos, realizado gracias a la colaboración de organizaciones sociales y territoriales de todo el país.

Sin embargo, la tarea por delante es todavía más compleja.

Para el criminólogo Claudio Stampalija, es fundamental trabajar en la prevención del delito, especialmente el derivado de la denominada violencia interpersonal.

“En el delito en general y en las adicciones todavía el gobierno está en un debe, especialmente en el trabajo de la prevención. Falta trabajo para bajar el delito mediante la reducción de la deserción escolar, mejora del empleo y modificar la cultura de la violencia en general y en la violencia intrafamiliar, en particular”.

La tarea es mucho más sutil y probablemente menos visible para las cámaras de televisión, como sucede cuando se asesta un duro golpe a una gran banda delictiva.

Tampoco “se está trabajando en la reinserción social del individuo que delinquió”, agrega el especialista, quien además es parte del Organismo para la Prevención del Narcotráfico (OPRENAR), organismo surgido a instancias del Papa Francisco para el monitoreo de las políticas públicas sobre el combate del tráfico de drogas.

“El gobierno está haciendo un muy buen trabajo contra el narcotráfico y otros delitos complejos. Se está trabajando bien. Desde el Observatorio le respiramos en la nuca al gobierno y vemos que ha mejorado y mucho la lucha contra las grandes organizaciones nacionales del delito”.

Sin embargo, la deuda pasa por reducir un delito mucho menos visible y televisable, como es el que se estructura en los barrios más marginados y que se disemina por la geografía de las ciudades más favorecidas, más integradas pero no menos permeables y vulnerables a la delincuencia.

Si ahora se comprende un poco mejor la relación entre delito y marginalidad, más que su supuesto vínculo con la pobreza, estas líneas valieron la pena ser escritas.

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