Tras el crimen del kiosquero en Ramos Mejía y a pocos días para las elecciones, la baja en la edad de imputabilidad volvió a estar en el centro de la escena.
Por Guillermo Chas, abogado constitucionalista y consultor.
El cruento asesinato de un hombre de trabajo como era el kiosquero Roberto Saba ocurrido días atrás en el partido bonaerense de La Matanza volvió a poner sobre la mesa uno de esos temas que parecen ser un tabú para nuestra clase dirigente como es la discusión en torno a la baja de la edad de imputabilidad para las personas que participan en la comisión de delitos y, en especial, cuando se trata de crímenes de extrema gravedad.
Las recientes declaraciones mediáticas del Jefe de Gobierno porteño, expresándose a favor de una baja en la edad de imputabilidad y una reforma integral del régimen de responsabilidad penal juvenil, volvieron a corroborar el axioma planteado. Ante un caso delictivo de resonancia mediática e impacto social, donde se presume la participación de una persona no imputable en razón de su edad, aparecen discursos como respuesta. Pero no son más que eso. Luego la efervescencia baja, el caso se convierte en una fría estadística y, en el mientras tanto, el ministro de Seguridad de la Nación, haciendo gala de una notoria habilidad para esquivar los debates profundos que deberían ocupar a nuestras altas autoridades, usa esas mismas estadísticas para afirmar que dichos crímenes ocurren en todas partes del mundo e, incluso, las aprovecha para matizar la gravedad de un flagelo cada vez más incontrolable, sosteniendo que en la Argentina hay menos homicidios dolosos que en Miami o Washington, lo cual busca desviar el eje de la discusión.
Mientras todo eso transcurre, en el Congreso sigue cajoneado el decimoctavo proyecto de reforma del Código Penal de la Nación, cuerpo legal que ha sido emparchado sistemáticamente a lo largo de sus recientemente cumplidos cien años de vigencia, poniendo de relieve esa maldita e inmadura costumbre que tenemos los argentinos de ocultar la mugre debajo de la alfombra, evadiendo las discusiones que deberíamos afrontar en los andariveles sobre los que se asienta el andamiaje institucional de la República.
En una situación similar se encuentra, por caso, el debate en torno al Regimen Penal de la Minoridad, sancionado durante el último gobierno de facto (1976-83) y nuevamente con algunos parches posteriores que al igual que el Código Penal, suele ser objeto de discursos y proyectos que no trascienden ni llegan a convertirse en discusiones sinceras que impliquen la implementación de políticas públicas para solucionar los problemas cotidianos de la gente.
Sin perjuicio de ello, el planteo de Horacio Rodríguez Larreta no deja de poner a la luz una contradicción evidente que existe en nuestro ordenamiento jurídico, que considera capaces a los jóvenes mayores de 16 años para poder participar, en igualdad de condiciones con los mayores de 18, en uno de los actos más trascendentales de la vida en sociedad – la elección democrática de autoridades políticas – pero paradójicamente aún encuentra reparos en considerar que los mayores de 16 años también deberían tener plena responsabilidad penal cuando cometen delitos gravísimos cuyas consecuencias son comprensibles a esa edad.
En ese sentido, es importante destacar que la baja de la edad de imputabilidad no debe pensarse exclusivamente como una cuestión de política criminal ni de prevención del delito, ya que las penas resultan de aplicación y encuentran su utilidad cuando la acción criminal ya ocurrió.
Oponer estadísticas que sostienen que una edad de imputabilidad menor no va de la mano con la baja de la criminalidad en esa franja etaria no parece un argumento válido en el marco de este debate, ya que la finalidad de la pena no se encuentra, o al menos no se agota, en disuadir el acto ilícito sino en sancionarlo. Al respecto, el jurista italiano Francesco Carrara sostenía que la pena es una retribución y un medio de tutela jurídica que la sociedad ejerce sobre sus intereses, siendo éste el único medio de poder concretarla. Las penas son las únicas armas que tienen las sociedades civilizadas contra los delincuentes.
En definitiva, el acto de delinquir no es otra cosa que romper con la protección jurídico-normativa que se impone a ciertos bienes que resultan de interés para la vida social ordenada. Entre ellos, obviamente, en el tope de la pirámide se encuentra el bien jurídico «vida», que es el que se tutela mediante la prohibición de matar a otro, acto típico que describe la conducta homicida.
Por esta razón, luego de que Roberto Sabo se haya sumado a la interminable lista de ciudadanos de bien que perdieron injustificablemente su vida a manos de criminales que resultan inimputables en razón de su edad y no afrontan consecuencias por un acto tan grave e imperdonable, resulta necesario que, de una vez por todas, dejemos de ocultar la mugre debajo de la alfombra y, como sociedad, nos permitamos un debate serio, sincero y fundamentado para resolver esa contradicción que ha sido resumida por el Jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires pero que, en verdad, configura uno de esos interrogantes que la política debe responder.
No hay dudas que llegó la hora de contestar esas preguntas que la sociedad se hace y la política omite escuchar: ¿corresponde bajar la edad de imputabilidad? ¿es hora de reformar el régimen penal juvenil? ¿es razonable que una persona de 16 años sea considerada capaz para votar como un adulto pero no para responder como ellos cuando comete un delito gravísimo?
El próximo domingo, cuando elijamos legisladores, no debemos olvidar que son ellos a quienes, en última instancia, les corresponde representarnos para dar estas respuestas y lograr dejar de esconder las miserias que nos aquejan bajo la manta de su irresponsabilidad.