Hay un Diego que se queda con nosotros

El recuerdo no es el texto ni sus palabras. El recuerdo es la superestrella convertida en un segundo en un pibe común, muy parecido a aquel de Argentinos, respetuoso y amable.


Por Sergio Danishewsky.

Es 25 de mayo, Feriado Nacional. Tarde de fútbol, de miércoles, de peregrinar al estadio en busca de una alegría. Independiente tiene un buen equipo, peleará ese Metropolitano del 77 y será campeón del Nacional siguiente. Viene Argentinos Juniors, pero la gente que camina por Alsina hacia Cordero dice otra cosa: dice que viene Maradona, que ese pibe es cosa seria, y que veremos si es tanto como dicen. La memoria es difusa y caprichosa y no registra los goles de Jorge López ni de Carlos Alvarez, Bartolo, que después vendrá al club. La memoria sí registra un tiro desde la mitad de la cancha a cargo de ese pibe que esa tarde juega de rojo y que la rompe. La pelota pasa cerca. Independiente termina perdiendo y la gente aplaude al chico enrulado que es rojo pero no es nuestro. Sí, la gente aplaude a un rival pese a haber perdido. No se trata de fair play. Es la percepción de que estábamos ante alguien distinto. Alguien que era un poco de todos. Y eso que teníamos a Bochini, ausente ese día. Después, claro, ya definitivamente propio, vendrían miles de aplausos… Pero los primeros fueron esos en la Doble Visera, mezcla rara de incredulidad y admiración.

Dieciséis años después. Sydney, Australia. Repechaje para el Mundial de Estados Unidos. El DT, Alfio Basile, lo había convocado por el clamor popular después del 0-5 con Colombia. Subsuelo del Holiday Inn en el que la Selección atiende a la prensa. El cronista se le acerca para pedirle una entrevista.

-Mucho gusto, Diego, soy de la Agencia de Noticias Télam, me gustaría hacerte un reportaje.

-No, no, porque si hablo con Télam lo agarra Clarín y lo usa, y yo estoy peleado con Clarín.

-Tenés razón, Diego. Pero Télam no llega sólo a Clarín. La gente quiere leerte en Misiones, en Mendoza, en Tierra del Fuego, en todos lados…

Diego mira fijo. Piensa. Mueve imperceptiblemente la cabeza. Transcurren los segundos más largos en la vida profesional del cronista. La respuesta es breve, tres palabras que todavía hoy estremecen:

-La hacemos, maestro.

Fueron veinte minutos a solas, sentados en un rincón de un salón semivacío. El orgullo de haber vuelto, la ilusión de jugar un nuevo Mundial, la promesa de dejar todo por la Selección. El recuerdo no es el texto ni sus palabras. El recuerdo es la superestrella convertida en un segundo en un pibe común, muy parecido a aquel de Argentinos, respetuoso y amable. Casi como el que le dijo a Pipo Mancera que su primer sueño era jugar en el Mundial…

Un año después. La escena transcurre en un hotel paradisíaco de Portschach, en la campiña austríaca. El paraíso mismo. Allí acampa la selección argentina camino a Zagreb para jugar con Yugoslavia, con la mira puesta en el Mundial de Estados Unidos. Todo es paz y silencio, hasta que el lugar que se ve súbitamente invadido por decenas de actores, productores y extras que van a filmar un comercial. Esa locura que es el lobby del majestuoso hotel recibe a Diego, que baja del ascensor y no puede detener la avalancha de pedidos de autógrafos. Tiene suerte: faltan como veinte años para que aparezcan las selfies.

Se pasea por el hall del hotel, Diego. En shorts y ojotas. La cabeza levemente erguida, las llaves de la habitación en la mano y las dos manos entrelazadas donde termina la espalda. Parece un león enjaulado que esquiva juegos de sillones y mesas ratonas. Insulta bajito y busca a alguien que lo rescate.

Ese ser providencial es Carlos Losauro, un maestro del periodismo que cubre esa gira para La Nación y es –era- un fanático del boxeo.

-Diego, Diego. Venga, nene, venga, siéntese acá con nosotros. ¿Se acuerda de esa pelea de Las Vegas, en el Caesars Palace, Ray Sugar contra Thommy Hearns? Qué pelea vimos, ¿no?

Maradona mira a Losauro y abre los ojos como dos soles.

-Siiiiiii, ¡Qué pelea, maestro! (de nuevo el “maestro”). ¡qué boxeador que era Sugar!

Diego, ya no megaestrella sino pibe de barrio, se sienta alrededor de la mesa ratona y conversa –escucha, más que conversa- en esa charla que arranca en el boxeo y termina quién sabe en qué. Mira a los periodistas como si fueran eruditos (errores cometió siempre), interrumpe poco, asiente con la cabeza. Hasta que el bueno de Losauro, periodista y domador de fieras, siente que la misión está cumplida.

-Vaya a descansar, nene. Váyase a su pieza. No les dé bola a todos estos.

-Permiso, dice Diego Maradona. Buenas tardes a todos.

Y se va calladito rumbo a los ascensores.

Estamos en el estadio Ramat Gan de Tel Aviv. La Selección hace el tradicional reconocimiento del campo de juego previo al partido del día siguiente ante Israel, el último antes del Mundial 94. Anochece, y ya están encendidas las luces del escenario del amistoso. Todo es distendido. Hasta que Maradona decide pasar a los hechos: desafía a varios de sus compañeros. Se ubican a unos 35 metros del arco vacío. No se trata de hacer un gol, sino de acertarle al travesaño. Ni arriba ni abajo. Prueba Diego y acierta. Lo intenta algún compañero y nada. Va de nuevo Diego: otra vez el sonido metálico. La memoria traiciona, pero entre los competidores estaban Batistuta y Balbo. Acaso Chamot. Debe haber algún registro fílmico de esta maravilla. Son cuatro, cinco disparos seguidos al travesaño. Se escuchan carcajadas. Hay un Maradona auténtico y feliz, disfrutando de una travesura.

Con esa imagen de cordones desatados elegimos quedarnos hoy que el mundo lo llora…

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