A 44 años del crimen del defensor de presos políticos por el que lloró Raúl Alfonsín

Mario Abel Amaya, el exdiputado nacional, fue asesinado por la dictadura militar.


Por Jaime Rosemberg para La Nación.

«Vengo a despedir a un hombre calumniado», grita Raúl Alfonsín en la soledad del cementerio de Trelew, acompañado de un puñado de familiares y dirigentes radicales, custodiados todos por una guardia militar que se esfuerza poco por pasar desapercibida.

En aquel final de octubre, pero de hace 44 años, Alfonsín despedía con emoción y en medio del miedo a Mario Abel Amaya, abogado de presos políticos, puntal del alfonsinismo en la Patagonia y exdiputado nacional que había muerto días atrás, el 19 de octubre de 1976, luego de meses de torturas en la cárcel de Rawson y tras agonizar en una cama del hospital de la cárcel de Villa Devoto. Tenía solo 41 años.

La dictadura militar había tenido pocas contemplaciones. Condenó a la muerte a aquel dirigente radical al que culpaba de «defender a la guerrilla marxista», y que comenzaba, entonces y de manera trágica, a convertirse en mito para las viejas y nuevas generaciones de radicales.

Como dirigente estudiantil reformista en la Córdoba de los años sesenta, abogado del líder metalúrgico Agustín Tosco y amigo personal del líder del ERP, Mario Santucho, Amaya excluyó siempre a la violencia como herramienta política, una violencia que tanto el propio ERP como Montoneros consideraban la «única vía» para luchar contra las dictaduras.

Luis «Changui» Cáceres, fundador de la Junta Coordinadora de la UCR en 1968, contaba la cerrada negativa de Amaya cuando llegó un día a su despacho en busca de una «pista» para conseguir armas, moneda corriente en aquel país en el que las bandas armadas de derecha e izquierda se «tiraban muertos» casi a diario. «Mario era un tipo que iba contra todo autoritarismo, gran parte de los presos políticos que defendía no necesariamente habían participado de la lucha armada, cuando Tosco o Raimundo Ongaro van presos lo hacen porque eran sindicalistas combativos. Defendía a presos que consideraba estaban ilegalmente detenidos. De hecho no tenían causas judiciales, estaban a disposición del Poder Ejecutivo», dice Daniel González, secretario de prensa de Amaya en sus años en el Congreso (1973-76).

A 45 años de su muerte, y tal vez porque su vida fue truncada en plena madurez, Amaya sigue siendo un amargo símbolo de la inaudita violencia setentista. Las interpretaciones sobre su legado político son variadas y tanto el radicalismo como la izquierda y el kirchnerismo han intentado, con mayor o menor autoridad moral y apego a la verdad histórica, «apropiarse» de la figura de ese dirigente tan frágil de salud como valiente en actividad y decisiones políticas.

Amaya, por cierto, no fue el único «mártir» radical en aquellos años de violencia y sinrazón. Su nombre se entremezcla de manera contundente con otros abogados de presos políticos y militantes radicales como el rosarino Felipe Rodríguez Araya, asesinado por la Triple A de José López Rega en 1975; y los del platense Sergio Karakachoff y el tucumano Angel Pisarello, ambos torturados y asesinados por el llamado Proceso de Reorganización Nacional. Los hubo también de otros partidos, como el socialista Alfredo Bravo, que salvó milagrosamente su vida luego de estar desaparecido trece días.

Nacido y criado en la despoblada Patagonia de los años treinta y cuarenta, Amaya se acercó a la UCR cuando el peronismo hegemonizaba el poder y la sociedad, y peleó desde los centros de estudiantes universitarios de Córdoba y Tucumán por valores como el laicismo en la enseñanza y los derechos de los jóvenes. A sus 20 años integró los «comandos civiles» que contribuyeron a derrocar a Juan Perón en 1955, pero terminó, con el correr de los años, cambiando de postura: su socio, el abogado peronista David Patricio Romero, así lo corrobora años después, al igual que su amistad con dirigentes de cuño peronista como Rodolfo Ortega Peña o Julio Bárbaro.

Su ideario lo acercó, a finales de los sesenta, a Alfonsín, el líder de una generación de radicales rebeldes que terminó devolviéndole la democracia al país. Su invariable tozudez a la hora de embarcarse en las causas que creía justas -su involucramiento en las negociaciones con los guerrilleros fugados de esa cárcel de máxima seguridad de Rawson en agosto de 1972 fue decisivo para su destino final- desembocó en los ataques sucesivos y despiadados por parte de las sucesivas dictaduras, ataques impiadosos que terminaron costándole la vida en aquel octubre de 1976.

La suya fue una vida breve pero intensa, una existencia que muchos de sus contemporáneos y quienes lo conocieron valoran, pero que las nuevas generaciones en buena medida desconocen, tanto en Buenos Aires como en su Chubut natal, dónde, sin embargo, aún quedan huellas latentes de su legado en plazas, escuelas, calles y teatros. ¿Fue Amaya un radical apegado a la doctrina legada por los padres fundadores de su partido, que se opusieron -a veces con armas en la mano- a los regímenes totalitarios y o conservadores? ¿O su pensamiento estaba más ligado al marxismo, como sostenían sus detractores, dentro y fuera del radicalismo? Su cercanía a gremialistas y partidarios de las acciones directas, incluso a aquellos ligados a hechos sangrientos como secuestros o atentados, ¿eran una muestra de coherencia y apego absoluto a la democracia y los derechos humanos, o solo evidencias de su simpatía por aquellos sectores violentos con claros objetivos políticos, sea cual fuera el método que utilizaran? Preguntas que a 44 años de su muerte todavía invitan a la reflexión y el debate.

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